23 de agosto de 2011

Pueblo en vilo.

La inseguridad es uno de los ejes del debate social. Su incremento se vincula a la perdida de espacios públicos y a una creciente sensación de angustia y temor. En este contexto la ciudad ha perdido su capacidad socializadora para convertirse en un campo de batalla, y no precisamente de ideas. El registro de los diferentes episodios delictivos es un dato innegable de la gravedad del problema. El Estado es el actor sin contrapeso en materia de seguridad, por lo que el clima de violencia que padecemos pone en evidencia que los gobiernos –en distintos órdenes– no están a la altura de los retos del país. Devorado por la delincuencia organizada, cuya actividad hace ver insignificante a la delincuencia común, hoy Guerrero y Acapulco en particular se refugia en sus hogares para protegerse de algo que el gobierno está obligado a brindarle: seguridad y libertad de tránsito. El hogar es el único reducto para nuestra convivencia. Entre santa y santo, pared de cal y canto. Preocupa la violencia pero más la ineptitud de los responsables de combatirla. Estos han abdicado de su responsabilidad. Abogados inexpertos en materia de seguridad, que acusan recibo de su ambición política “no tienen ni puta idea”, como diría Saramago, del cómo enderezar el rumbo de este Estado. Los guerrerenses no merecen esta situación ni estos gobiernos, no es este el lugar donde queremos vivir ni morir; Guerrero es un Estado de gente dispuesta al sacrificio para reconstruir su futuro y su tejido social maltrecho por la calamidad de la inseguridad. Los secuestros, extorsiones, asesinatos y robos son el otro rostro de “la educación” de nuestra niñez. La escuela ha reducido su radio de acción, y el espejo de la política no refleja los valores en que merecen ser educados. Cual mas, cual menos, nuestros niños y jóvenes creen que la política es una actividad deshonrosa e inmoral, propia de sinvergüenzas. La carencia de ética es notoria en la gran mayoría de los que se dedican a ella. Son cortesanos dispuestos a atender el menor guiño del ejecutivo en turno. El liderazgo personal e institucional son menos vigorosos que antes. Se han tomado decisiones contra el manifiesto punto de vista de los gobernados. Lo cierto es que la sociedad ha perdido la calle y la paz ante la delincuencia y la ineptitud gubernamental Hemos encerrado el análisis de la inseguridad en el terreno numérico de las fuerzas de seguridad, en la modernización de su equipo y de sus armas. No es la fórmula de más armas y policías lo que devolverá la normalidad a nuestras comunidades, sino mejores gobiernos, dispuestos a abatir esa perniciosa data de enriquecimiento, nepotismo e impunidad; gobernantes dispuestos a servir a los que deben su mandato. En fin, la gente “con el Jesús en la boca” y oliendo el peligro, anda la mayor parte del tiempo dados a la tristeza, a una tristeza mansa, con frecuentes relámpagos de odio a los que sembraron esta barbarie. Tenemos años escuchando o leyendo la serie de denuncias por robo o extorsión de agentes encargados de procurar el orden y la justicia, años que han preparado el terreno en el que hoy se mueve el crimen organizado: esa es la génesis de la barbarie que padecemos y la explicación que las fuerzas del orden no tengan la confianza de los ciudadanos. Por allí debemos empezar, con una policía más comunitaria e integrante de la comunidad, con una clase política que sea lo contrario de lo que hoy es. Ya Cesare Beccaria (De los delitos y de las penas) hace un par de siglos, amparado en el paradigma del contrato social daba luces sobre la nueva visión de la criminalidad, rompiendo los patrones clásicos de administración estatal del delito y con ello sentando ciertas bases que los preventólogos modernos han adoptado: reforzar el aspecto educativo “pues es el medio más eficaz de evitar el delito”. Con ello no nos referimos solo a la educación que se imparte en el aula, sino a la educación que viene del ejemplo –de la pedagogía– de los actos de los gobernantes. Si los delitos cometidos en la esfera pública no se castigan, será difícil que el proceso de prevención social sea eficaz. El marco institucional no es el mejor. La crisis de los sistemas de justicia se evidencia en los bajos niveles de legitimidad y confianza ciudadana, así como en la percepción de corrupción e ineficiencia de la justicia y la policía. Sin duda la emergencia del fenómeno criminal ha desnudado una realidad de ineficiencia para enfrentar delitos cada vez más complejos y organizados. ¿Algo pueden hacer los gobiernos locales? Sí, potenciar la prevención, partiendo de que carecemos de una tradición en el tratamiento de la problemática y una débil vinculación histórica, la experiencia internacional muestra que, bien coordinadas las tareas de control y prevención, se generan resultados efectivos. Pero en un campo sembrado de desigualdades, falta de oportunidades y privilegios mal habidos, cualquier estrategia –en esta y otras materias–, está destinada al fracaso.

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