Una de las novedades que mostró la alternancia del año 2000 fue el poderío de los gobernadores, que a semejanza de la mecánica porfirista de finales del siglo XIX, son dueños políticos de su territorio.
A escala local, sus hábitos suenan más a hegemonías que a democracia.
Todos los gobernadores reclaman más dinero a la Federación. Negocian, día con día, recursos y obras con la presidencia y el gabinete. Cabildean ante los diputados, muchos de los cuales, como en tiempo de don Porfirio, han sido impulsados por ellos, el aumento de fondos y transferencias. Contratan deudas con muy variados intermediarios financieros.
La lógica económica diría que ese volumen de recursos se traduce en inversión pública y ésta, a su vez, en un factor de crecimiento económico.
Por ejemplo, entre 1990 y 2010 las participaciones fiscales federales a los estados pasaron de 20 mil 326 millones de pesos a 437 mil 300 millones de pesos. Las transferencias de recursos a los estados y municipios, bajo la forma de fondos etiquetados a gasto social, educación o salud, se elevaron de 24 mil 800 millones en 1993 a 579 mil 700 en 2010. Y los ingresos propios (impuestos locales, derechos, productos, aprovechamientos y contribución de mejoras) aumentaron de 48 mil 700 millones en 2000 a 115 mil 900 en 2009.
En suma, los recursos fiscales de origen federal que ahora ejercen los gobiernos subnacionales llegan a un billón 17 mil millones de pesos, cifra inédita en la historia mexicana. A dicha bolsa hay que añadir las inversiones que ejecuta directamente la Federación en los estados, las que éstos captan del sector privado, bajo diversas modalidades de asociación o concesiones y, desde luego, los recursos procedentes de la contratación de deuda.
La abundancia ha creado incentivos negativos. Uno es que gobernadores y alcaldes se acostumbraron a no cobrar impuestos, ni a mejorar su recaudación local, pues para eso tienen a la Federación. La proporción de ingresos propios de los estados es, en promedio, de apenas 9.4 por ciento de sus ingresos totales y de 20.3 por ciento en el caso de los municipios.
Hay 21 estados cuyos ingresos propios representan aun menos: tan solo entre 2 por ciento y 7 por ciento de sus ingresos totales. Esa anemia fiscal les facilita una cómoda situación, pues no se ven obligados a mejorar sus finanzas públicas, no irritan a las clientelas locales y trasladan los costos políticos a la Federación.
Otro mal hábito es que, como pasa con los comedores compulsivos, para saciar el apetito de dinero no bastan los venidos de la Federación, sino que se recurre al crédito. En 1994 los gobiernos de los estados tenían contratada deuda por 28 mil 300 millones de pesos. Para junio de 2011 la cantidad se había elevado a 316 mil 700 millones, 11 veces, pero, como sugiere el caso de Coahuila, es muy probable que exista un sobrerregistro y el monto real sea mayor. En marzo del año anterior, la Secretaría de Hacienda estimaba que era de 363 mil 400 millones.
Esto causó que la deuda estatal por habitante creciera en promedio nueve veces en ese periodo, pero hubo casos en que la compulsión crediticia llegó a niveles de verdadera adicción.
Los gobiernos estatales y municipales recibieron y gastaron más que nunca en su historia, pero esto no se tradujo en crecimiento económico relevante o en disminución de la pobreza.
Son muy pocos los gobernadores que hacen estudios de costo y beneficio económico. Más bien, su criterio es el del beneficio personal, electoral y político, usualmente en ese orden. Los recursos públicos acaban siendo un instrumento de promoción personal y para desarrollar proyectos y obras muy visibles, pero poco relevantes para el bienestar colectivo.
Todos acaban acumulando un tesoro suficiente para su retiro personal. La alternancia, en nuestras aldeas, ha dado lugar a más corrupción y opacidad y un mucho menor crecimiento económico.
El gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva en Brasil, en una inesperada demostración de madurez y pragmatismo económico y político, asumió una política fiscal responsable, drásticamente ortodoxa, acompañada de la desaparición de los “marajás” del país (funcionarios públicos con salarios elevados), factores que constituyen la verdadera vitalidad y solidez de su país.
En México ya aprendimos a distribuir el poder público entre partidos, pero todavía no encontramos cómo exigirles eficiencia y honradez en su desempeño.
aresza2@hotmail.com
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