12 de febrero de 2015

Gobernar en bicicleta



“Gobernar es andar en bicicleta. Y para bien gobernar hay que combatir la superstición de quienes creen que la política no es más que la aplicación de una teoría”.

Gabriel Zaid nos da una prudente sugerencia: “Para montar en bicicleta es preciso no tener miedo, sujetar el manillar con flexibilidad y mirar al frente y no al suelo”. El consejo es muy apreciable, pero difícilmente podríamos tener éxito si nos trepamos a la bicicleta con esa brevísima y única lección (“La Idiotez de lo perfecto. Miradas a la política” de Jesús Silva Herzog Márquez. FCE).

Si queremos aprender a andar en bicicleta no hay estudio que supere el montarse en ella, empezar a pedalear y buscar equilibrio en el movimiento. Es el hábito el que instruye. No hay pericia sin práctica. Sólo pedaleando puede encontrarse el eje.

Sería una tontería pensar que los buenos ciclistas se forman leyendo gruesos volúmenes sobre el diseño y la historia de las bicicletas. La inteligencia del ciclista está en los músculos; su sabiduría en los reflejos. Ese mismo argumento esgrime Michael Oakeshott en contra de lo que llama la “infección” racionalista en la política.

Gobernar es andar en bicicleta. Y para bien gobernar hay que combatir la superstición de quienes creen que la política no es más que la aplicación de una teoría.

Michael Oakeshott nació en 1901. Publicó en 1947 el que sería su trabajo más celebre: “El racionalismo en política”, ensayo que destrozaba justamente los fundamentos de la política ideológica de Laski que vivía la ilusión de la inteligencia: “Si la razón logra hacerse del poder, logrará enderezarlo todo”, afirmaba. Y no.

Los políticos como depositarios de la confianza ciudadana, han sido sepultados. Ya no se cuenta con personal dispuesto a realizar las tareas de gobierno con probidad y eficiencia. En lugar de plantear racionalmente el problema de la ingobernabilidad, optan por la solución demagógica o policiaca. Otorgar o prometer más de lo que es presupuestalmente posible para salvar el escollo o recurrir al expediente de la represión, han potencializado la inconformidad social en Guerrero.

¿Los conflictos son resultado de la desaparición paulatina del Estado, tal como lo conocimos y de la construcción de un orden nuevo? Son tantos los conflictos que es difícil darle un ordenador para reencauzar la convivencia, con la legalidad requerida para vivir sin sobresaltos y rehacer la civilidad a la que tenemos derecho.

Me pregunto si no le estaremos pidiendo peras al olmo, exigiendo a actores ya acotados por circunstancias muy puntuales.

Seguimos llamando política a algo cuyo contenido, marco y espacio natural son diversos a los que conocíamos. La inercia del pasado no nos deja percibir hasta qué punto todo ha cambiado, incluyéndonos nosotros mismos: “Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”, como decía Neruda. Hace falta una nueva racionalidad y un nuevo lenguaje para entendernos.

¿Y el poder?, se ha dispersado y en no pocos casos entregado a grupos ajenos al Estado tradicional, donde cualquiera de nosotros puede ser lastimado o aniquilado, en cualquier momento. Y frente a esa clase de poder, los gobiernos apenas tienen recursos con márgenes de acción cada vez menores.

El Estado ha ido disolviéndose en el gobierno. De ahí la preocupación obsesiva por la gobernabilidad. La ley dice una cosa y lo que ocurre en la práctica, es otra. Como alguna vez sugirió Carlos Fuentes: Hace falta una nueva legalidad para una nueva realidad.

El gobierno no ha podido evitar la emergencia de una suerte de nueva ley de la selva que, naturalmente favorece la ingobernabilidad. Como no hay un Estado sólido, también se ha desvanecido la legitimidad que emanaba del monopolio legal de la fuerza física, como advertía Max Weber.

El Estado sigue ahí, ausenta pero está, pero su estructura de poder es obsoleta. Es evidente que hace falta construir una nueva institución que incorpore a viejos y nuevos actores, para crear, repito, una nueva racionalidad y renovar los códigos para gobernar. Es sumamente inoperante que la realidad diversa de hoy, quiera ser resuelta por el discurso de antier. El grito de la calle nos recuerda que el camino está sembrado de inconformidades. Los científicos sociales buscarán la lógica última del poder, los estetas tratarán de embellecer el rostro del soberano y sus hazañas, ignorando que la política es una fea piedra tallada en la arena de las circunstancias.

Es en esa materia pedregosa, no en el liso lienzo donde podemos encontrar los elementos para arreglar de algún modo y hasta cierto punto los desperfectos de la cosa pública.

Mientras entendamos a la sociedad como el arroyo de acciones insertadas en el tiempo estaremos bien resguardados contra los salvadores que creen que ni una gota del pasado los moja.

“Hemos perdido la inocencia de Maquiavelo, lamenta Oakeshott, su mirada (y sonrisa, agregaría con toda razón Maurizio Viroli) fresca que se posa en los asuntos del Estado sin afanes de ciencia; aprender de la historia, no pretender aleccionarla”.

La metáfora que traza Oakeshott también es culinaria, no sólo bicicletera. Como el ajo del cocinero, el poder debe usarse con tanto comedimiento que sólo la ausencia se note. El gobierno aparece entonces como la pimienta indispensable; como un elemento de salud pública tan importante, dice, como la risa lo es para la felicidad.

Un buen gobierno no nos conduce al paraíso ni un chiste nos enseña la verdad profunda del universo; pero el primero nos salva de la barbarie y el segundo nos salva de la estupidez de la solemnidad.


aresza2@hotmail.com

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