22 de enero de 2015

La política, tema cíclico



“Mientras no haya una agricultura positivamente próspera y se produzca todo lo que consumimos, no tendremos una economía firme ni moneda sana”, decía Luis Cabrera en entrevista a la revista Siempre, el 20 de marzo de 1954. Luis Vicente Cabrera Lobato nació en una familia humilde, el 7 de julio de 1876, en Zacatlán de las Manzanas, ciudad cabecera de la municipalidad y distrito de ese nombre en el estado de Puebla.



Su padre Cesáreo Cabrera, modesto panadero pueblerino, y Gertrudis Lobato, vieron crecer a sus hijos en esa vida campirana que dejaría hondas huellas en Cabrera y que debería influir más tarde en su inquietud por los grandes problemas nacionales.

Fue su tío Daniel, editor de El Hijo del Ahuizote, quien lo animó a tomar la pluma y lanzarse al periodismo combativo, poniendo al descubierto las arbitrariedades de la dictadura porfirista. Cabrera se manifiesta de cierta manera como heredero del liberalismo mexicano que surgido en los momentos determinantes de nuestra brega independentista, recogiendo lo mejor del pensamiento liberal español, adquiere patente de nacionalidad con Mora, Maldonado, Gómez Farías, para llegar a su madurez esplendida con Arriaga, Juárez, Ocampo y muchos más. Ese liberalismo mexicano desembocará en los conceptos que ponen en marcha y dan dinámica propia a la Revolución de 1910.

Periodista, abogado, escritor, legislador y portavoz del movimiento constitucionalista, del cual fue su diligente defensor y su más apasionado historiador, Cabrera fue un crítico inmisericorde del sistema; de los hombres que se aferraban al poder; de los negocios turbios en la administración pública.

Conocía bien la historia. Preocupado por la situación anómala que vivía México, recupera los principios del Siervo de la Nación, pero va más allá. Decía que era muy común creer que sólo con las leyes se resuelven cuestiones políticas, cuando lo que necesitamos son hombres nuevos, honrados, dispuestos a servir.

Insistía en que su producción intelectual y de escritor no era obra suya, sino la mera traducción de las ansias de libertad y de los sueños de redención de muchas generaciones que hablaban por su boca, consciente de los costos históricos por esos ideales y esos anhelos, por los que murieron muchos mexicanos.

El político poblano no olvidaba sus raíces pueblerinas, sabía de la necesidad y avidez de justicia en el agro. Una justicia que urgía, una urgencia que Madero no comprendió.

Justo es advertir que, si bien no fue maderista, veía en él virtudes de honestidad, “es un hombre bueno” –decía-, pero no le reconocía capacidad para tomar el control del gobierno.

Durante el complejo gobierno de don Francisco, Cabrera observó con pesar las diversas crisis ministeriales. Alguna vez el presidente pensó en ofrecerle la cartera de Fomento que había dejado vacante Jesús Flores Magón, pero aquellos que lo rodeaban (su primo Rafael Hernández, Pedro Lascurain, su hermano Ernesto Madero y especialmente su padre, don Francisco Madero), lo disuadieron de su propósito arguyendo que Cabrera era “demasiado radical”.

Cabrera fue, sin duda, el hombre que con mayor claridad y sin cegarse por los éxitos circunstanciales del maderismo, intentó hacer ver al presidente los peligros de que el viejo orden siguiera controlando en una segunda instancia los escaños más altos del gobierno; sin embargo, sus reflexiones no fueron escuchadas y menos atendidas.

Al final de su vida, un tanto distante y amargado, cansado, desilusionado, y quizá incomprendido por muchos, Cabrera decide retirarse. Fue entonces cuando Adolfo Ruiz Cortines lo llamó para fungir como consejero presidencial. No obstante, esa pluma incansable tuvo tiempo para proseguir por el camino. Paradójicamente, volvía al punto de partida: Como periodista volvió a bregar y luchar para que su opinión fuera leída y se hiciera sentir.

Tras haber proporcionado sustancia y contenido a la ideología de la revolución, hace un alto en el camino y empieza a enjuiciar, desde fuera, el proceso que quizá le fue tan caro y entrañable. Deja de ser teórico para iniciar la larga, combativa, aunque no siempre acertada, tarea de crítico de la revolución. Advertía que el nombre de la Revolución había sido prostituido por los políticos convenencieros que, sin tomar parte en ella, porque no habían nacido, querían, sin embargo, acogerse al amparo de su nombre, llamando revolución a sus ambiciones políticas.

Ese México rudo que vio surgir la personalidad combativa y el talento de Cabrera, había quedado atrás. Decepcionado por el giro equívoco que había tomado la Revolución, decía que ésta había estallado hacía apenas unos lustros, pero estaba tan envejecida, que no la reconocerían ni sus propios progenitores, porque no había hecho nada, absolutamente nada, para resolver el atraso, la pobreza y la ignorancia de millones de mexicanos.

Insistiendo en la necesidad de retomar el rumbo, dejó de escribir tan sólo unos cuantos meses antes de su muerte, el 12 de abril de 1954, a los 78 años de edad.

aresza2@hotmail.com

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