Hace 100 años, cuando ya estaba en ciernes el estallido social que llevó a una década de contienda armada en distintas regiones del país, el gobierno de Porfirio Díaz “echó la casa por la ventana”, organizando los festejos del centenario de la Independencia que, entre otras cosas, buscaban proyectar la imagen de un México de grandeza, un gobierno fuerte y una economía sana.
Si algo caracterizó al festejo organizado por el gobierno de Porfirio Díaz fue la inauguración de diversas obras y edificios públicos en todo el país, pero sobre todo, la insultante marginación de millones de mexicanos.
Los actos se llevaron a cabo entre el lº de septiembre y el 4 de octubre de 1910, precisamente porque ese día se iniciaba el “mes de la patria” y concluía con esa fecha, porque el 4 de octubre de 1824 se aprobó la Constitución que nos organizaba como “República Democrática, representativa y federal”.
Junto con el centenario de la Independencia, otra fecha se celebraba con discreción: los 80 años de vida de don Porfirio Díaz Mori (nació el 15 de septiembre de 1830 en Oaxaca de Juárez y muere el 2 de julio de 1915, en París, Francia).
El 15 de septiembre de 1810 se inauguró la columna de la Independencia en el Paseo de la Reforma, obra del arquitecto Antonio Rivas Mercado; en dicha ocasión, el poeta Salvador Díaz Mirón leyó su poema dedicado a Miguel Hidalgo Al buen cura.
También recibió Porfirio Díaz el uniforme de José María Morelos, devuelto de España por el rey Alfonso 13, por conducto del embajador de ese país, presente que Díaz recibió con lágrimas en los ojos, señala la crónica de la época. Ese mismo mes se inauguró, en medio de un ambiente de patria que rendía tributo a sus héroes, el Hemiciclo a Juárez en la Alameda Central. Para continuar la fastuosidad de los festejos, el 22 de septiembre se inauguró la Universidad Nacional de México, fecha en la que el general Díaz fue acompañado por el secretario de Instrucción Pública, don Justo Sierra.
En ese clima de festejos y alabanzas, la fachada de sana economía y estabilidad, la estructura que mantenía en pie al porfiriato estaba a punto de derrumbarse ante el estallido de la revolución, movimiento armado que develaría el verdadero rostro de México, el de un México de obreros sometidos, campesinos desposeídos y millones de analfabetas y pobres.
Díaz se encargó de “inventar” una imagen nacional próspera, aunque dos meses después sobrevino la insurrección del 20 de noviembre.
A un siglo de distancia, la pobreza sigue siendo el mayor problema de la nación, el tema más lacerante de nuestro tiempo. Una culpa histórica porque hunde sus raíces en el pasado y da contenido a la inconformidad actual. ¿Tenemos algo que celebrar? Frente a los problemas que no hemos resuelto, frente a los problemas que nos faltan por resolver, estamos ante el brete que nos obliga a recordar todo lo que pudimos ser.
En este 2010, a diferencia del gobierno de Díaz, la carencia de imaginación y talento se une el despilfarro del dinero de los contribuyentes. Celebremos como un país maduro no como “rico de pueblo” o negociante irresponsable. No podemos exagerar en las fiestas olvidando el sufrimiento de 40 millones de mexicanos que viven en la pobreza.
Debemos ajustarnos a la austeridad republicana, a la medianía cívica de la que habló Juárez y a la que ajustó su vida durante su gobierno. Seamos conscientes de una larga e intensa crisis económica, nos acechan tiempos difíciles también en lo social. No celebremos con obras ostentosas de poca utilidad en medio de la desolación. Dediquemos ese recurso a quienes lo necesitan con urgencia. Celebremos sin excesos. Sin imprudencias.
El hecho de que en tan solo dos años hayan sido nombrados cuatro responsables de los festejos, hace pensar más en un desfile político que en la intención de hacer historia con seriedad y reflexionar sobre los asuntos que los movimientos de Independencia y de la Revolución no alcanzaron a resolver e incluso siguen vigentes en la sociedad mexicana.
Lamentable es que, por eludir una reflexión de fondo, plural, el gobierno se decida por la frivolidad absoluta, que no invita al análisis, sino al dispendio y al repudio. Queda un sensación de improvisación en torno a “algo” que se tiene que celebrar; banalizando lo que se conmemora, restando importancia al hecho histórico.
Es grave el nivel de improvisación de los festejos en algo que amerita ser un proyecto más construido e incluyente. Esto me parece una inconsecuencia del gobierno federal, ya que lo que permitió la llegada del panismo al poder, eso que se conoce como la alternancia democrática, es la estabilidad y las instituciones heredadas de esos grandes movimientos de Independencia, de Reforma y de la Revolución Mexicana.
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