Está de moda el poder matrimonial compartido. Se trata de un fenómeno nuevo que nos ha sido traído por el siglo XXI, escribe Sergio Ramírez, y no precisamente como un aviso de modernidad. No me atrevería por tanto a juzgar que se trate de un avance del poder femenino. Hemos tenido casos de mujeres presidentas en América Latina –Violeta Chamorro, Michelle Bachelet, Laura Chinchilla, Dilma Rouseff- en los que el vínculo matrimonial ha sido ajeno a su triunfo en las urnas.
En contrario lo que ahora vemos, son mujeres casadas con presidentes, que cambian el papel tradicional de primeras damas. Asignadas a dirigir obras de asistencia social, pasan a asumir importantes cuotas de poder político y gubernamental, y luego, renuentes a dejar los salones de los palacios presidenciales, se convierten en candidatas para suceder al esposo.
Algunas veces esta situación ocurre en planes de alternancia entre los esposos: como pensaba la pareja Kirchner, hasta que vino la muerte de Néstor a romper sus planes de poder conyugal para siempre compartido. En nuestra maltratada historia ha habido, y sigue habiendo, diferentes clases de sucesión familiar, pero se ha tratado de un asunto entre hombres. De padre a hijo, y de un hermano a otro, como la familia Somoza, bajo los términos de una dinastía dictatorial.
También en países de tradición democrática, como Costa Rica, los padres próceres trasladan su prestigio a sus hijos, como don José Figueres y el doctor Calderón Guardia. Y no olvidemos que también el recuerdo del general Torrijos sirvió de catapulta a su hijo Martín en Panamá. Pero el poder de los consortes se mueve bajo otras reglas. La primera de ellas la de la intimidad. Un poder bajo las sábanas.
Quizás su mejor antecedente es el de los esposos Perón en Argentina, que tuvieron una bien calculada división del trabajo. Ella, Evita, actuaba con glamour en el escenario, envuelta en pieles, y desde su mano enjoyada partían las dádivas dispensadas desde la fundación que llevaba su nombre. Ganaba así ascendencia frente a las masas peronistas agradecidas, y servía de buen soporte a su marido el general Perón. Pero el acceso al poder político real siempre le estuvo vedado. Cuando quiso ser vicepresidenta, en fórmula con su marido, los estamentos militares la vetaron. Y que Perón tuviera a su propia consorte como vicepresidenta, y luego como sucesora en la presidencia, sólo fue posible con su segunda esposa, Isabel, y ya devino todo caricatura, amarga y sangrienta caricatura.
En Nicaragua, Daniel Ortega tiene en su esposa Rosario Murillo a una especie de primera ministra que oficialmente lleva el título de secretaria de Comunicación. Le ha entregado exactamente la mitad del poder, según su propia declaración, en una equitativa repartición de género. Pero hasta allí no más. La esposa no sucederá a su esposo, que acaba de ser electo de nuevo presidente, bajo las viejas reglas del caudillismo. Caso aparte, el de la primera dama de la República Dominicana, Margarita Cedeño Lizardo, -de una destacada trayectoria profesional y política que le ha merecido reconocimientos internacionales- quien ha decidido inscribirse como precandidata del PLD, en busca de competir por la sucesión de su marido, el presidente Leonel Fernández.
Pero el más patético fue el de la pareja presidencial de Guatemala, Álvaro Colom, y Sandra Torres, quien tras compartir el mando con su marido, de manera muy visible, buscó ser candidata del partido de gobierno, la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE). Y como la Constitución Política opone el valladar de que la esposa no puede suceder en la silla presidencial al esposo, tomaron la decisión de divorciarse. Así, al quedar extinguido el vínculo, consideraron que quedaba extinguida la prohibición. “No es falta de amor”, expresó con lagrimas en los ojos y aún luciendo en su dedo el anillo matrimonial. “Mi amor por el presidente es grande y sólido, pero mi amor por el país y por la gente es ilimitado e incalculable”. El Tribunal Electoral le negó a la primera dama la posibilidad de postularse, argumentando que el divorcio constituía un evidente intento de burlar la ley. Hace unos días, un juzgado de Guatemala ordenó arraigar a doña Sandra, investigada por manejo indebido de fondos públicos utilizados en los programas sociales que coordinó.
En México, tenemos lo nuestro. Señora de ambición y temple, Martha Sahagún pudo satisfacer sus caprichos y desmesuras –menos uno- al lado de Vicente Fox. “No vivió un romance como Eva Duarte, que enamoró a Juan Domingo Perón desde el primer minuto, escribe Julio Scherer, en la Pareja. Tiempo paciente le costó a Sahagún quedarse con él. Padeció humillaciones, pero resistió. Inescrupulosa. Tuvo dinero, influencia y fama. No le bastó ser la primera dama. Insensible al malestar que generaba, hizo todo para ser la presidenta de México”.
aresza2@hotmail.com
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