29 de octubre de 2013

El país de la desigualdad



El nuevo contexto nacional y local se caracteriza por la inseguridad y la pobreza.

La pobreza se ha vuelto, como el conjunto de la sociedad, cada vez más compleja. Una persona pobre no es solamente un ciudadano carente de dinero, es mucho más que eso; es un ciudadano afectado en sus condiciones materiales, sociales, políticas y hasta psicológicas.

Las estimaciones de pobreza varían de acuerdo con las metodologías aplicadas para medirla, pero lamentable e independientemente del instrumental de medición, en México cada día, hay más pobres. Todos coinciden en un rasgo: su extensión y profundización. Según Julio Boltvinik, estudioso del tema, los pobres extremos, cuyo ingreso es inferior al 66% de la línea de pobreza, aumentaron de 32.2 millones a 50.9 millones en solo una década. La mayor parte del aumento de la pobreza extrema tuvo lugar en lo que se llama indigentes (que viven en la miseria indigna del ser humano).


Las oleadas de gobernantes y discursos sobre el combate a la pobreza (hoy en su versión Cruzada Nacional Contra el Hambre) con proyecciones de metas importantes en el bienestar y la equidad son, solo eso, hasta ahora discursos.

El basamento de injusticia social se mantiene inalterable y, lo que es peor, se reproduce ampliamente en los momentos en que las mutaciones y políticas son más visibles. El país que no cambia se ve obligado a redescubrir realidades históricas imposibles de ocultar.

La magnitud de pobres y la desigualdad es preocupante y la concentración del ingreso y la riqueza se agudizan sin que nunca hayan dejado de ser la marca distintiva de la estructura social del país. No en balde el barón de Humboldt llamó a México “el país de la desigualdad”.

Como en cada sexenio, el discurso de la pobreza se renueva y da lugar a nuevas “categorías” de pobres. Surgen nuevos mecanismos de inequidad que inciden de modo distinto sobre los diferentes grupos afectados.

Al mismo tiempo o como consecuencia de ello, México tiene una desproporcionada concentración del ingreso en el 10% más rico de la población, por lo que el signo de nuestro país es, sin duda, la desigualdad. En México, todo cambia, para seguir igual. Cada vez es más claro que debajo de ese discurso renovador se mantiene el “piso duro” de las relaciones sociales históricas del país, definidas por la desigualdad.

México encara un desafío social de grandes proporciones.

Si los objetivos de reducir desigualdades extremas y lograr una mayor equidad no se inscriben con claridad en el funcionamiento de las instituciones, las distorsiones ya existentes en la estructura de la distribución de la riqueza, el ingreso, el poder, los prestigios, las oportunidades y las decisiones, no harán sino ampliar la brecha entre pobres y ricos, entre capacitados y faltos de habilidades.

Somos un país potencialmente rico y, paradójicamente, una gran parte de la población esta sumida en la indigencia. Guerrero es el estado que refleja el mayor contraste en este mapa de la pobreza. Pobreza que ha sido el filón de nuestros políticos para hacerse inmensamente millonarios.

El mejor instrumento para combatir la desigualdad debe construirse desde la orientación del gasto público, desde la instrumentación de verdaderas políticas sociales, no asistenciales que solo perpetúan la marginación e incrementan el número y niveles de pobreza y con ello la relación clientelar del Estado y la sociedad.

La sociedad mexicana requiere construir una visión de su futuro bienestar. El ejercicio debe formar parte de las responsabilidades del gobierno como de la sociedad. La construcción de plataformas de opciones en materia social requiere ir más allá de la perspectiva sexenal, requiere una visión de largo plazo; esto es, de la instrumentación de políticas de Estado.

No podemos renunciar a nuestro futuro dejando las decisiones solo en manos de los políticos. Es una cuestión de supervivencia y dignidad.

aresza2@hotmail.com

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